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Las máximas de la abuela (Lucas A. Burriel - Argentina)


-Mirá que no tengo nada de cambio, así que si vos tenés arrancamos. Si no, vas a tener que buscar otro taxi, pibe.

El conductor de aquel Peugeot 504 negro y de techo blanco, aunque convertido en grisáceo por la acumulación de tierra, advirtió a Pablo, cuando este abrió la puerta trasera del coche y se disponía a ingresar la pierna izquierda al vehículo.

-Buenas tardes -contestó el chico remarcando las palabras como para demostrarle al taxista que, tal cual le había enseñado su abuela Gladys, iniciar una conversación sin antes saludar era la peor falta de respeto que podía cometerse.

Pablo era más apegado a su abuela que cualquiera de las personas de su edad que él conocía. Notaba demasiadas diferencias en la relación de sus amigos con sus respectivas abuelas, sin llegar a comprender cómo eran capaces éstos de prescindir de los beneficios que acarreaba la cercanía con una abuela. Gladys era para Pablo, una necesidad. Aprovechando que solamente dos cuadras y la rambla de la 72 separaban su casa de la de ella, la visitaba diariamente.

Simplemente, su abuela era lo único que acomodaba en su pirámide afectiva a la misma altura que su otro enorme amor: Gimnasia y Esgrima La Plata.

-Buenas tardes y disculpame, lo que pasa es que estoy hecho mierda, hace trece horas que estoy acá arriba.

-Está bien, no hay problema -respondió Pablo, sintiendo algo de congoja por el desdichado tachero.

-¿Hasta dónde vamos? -60 y 118 -anunció el joven, con la voz firme y colmada de orgullo de nombrar esas calles.

-¿Juega el Lobo? -preguntó el conductor mientras ponía primera para comenzar el viaje y fruncía el entrecejo, gesto que Pablo pudo notar por el espejo retrovisor.

-No… Digo, sí. Pero no en el Bosque, jugamos esta noche en Rosario, contra Central. Lo que pasa es que el micro de la Barriada 'El Mondongo' sale de ahí…

Pablo miraba por la ventanilla, buscando alguna otra camiseta del Lobo y se encastró en su mente la imagen de su abuela.

Gladiola, como el la llamaba, fue quien le inculcó esa adhesión por el azul y el blanco, esa lealtad por aquel escudo, esa fidelidad por aquella camiseta, ese sentimiento de pertenencia por el Bosque…

Lo hizo socio al minuto, le infundió con más ternura y paciencia que una maestra jardinera los valores triperos, lo llevó a la cancha por primera vez (cuando Pablito todavía usaba chupete, babero, mamadera, pañales y todo el combo del bebé común).

Aquel día, Gladys lo planeó al igual que un criminal debe proyectar un asalto a un banco o un secuestro express de esos que estuvieron de moda hace unos años y ahora nadie habla de ellos.

“Las modas son así, son sólo soplos de tiempo, los recuerdos que deja una moda son efímeros, fugaces, Pablito. Y tené siempre en cuenta que una moda es algo pasajero, que no alcanza para enamorarte…”

Pablo no olvidaría jamás las máximas triperas de su abuela. Su preferida era: “Una de las mentiras más grandes del mundo es que el fin justifica los medios. El pelotudo que inventó eso está tan alejado de la verdad como el amor de la razón… El fin no justifica los medios, Pablito. Uno nunca debe dejar de lado sus valores para conseguir algo”.

La anécdota de aquel día en que él, siendo una criatura sin voz ni voto, conoció el Glorioso Estadio del Bosque, la había escuchado casi un centenar de veces y de distintas bocas.

Gladys imaginó ese domingo durante toda la semana previa: llegaría a la casa de su hija al mediodía, con la excusa de preguntar si necesitaba algo, porque ella iba a ir hasta el almacén a hacer mandados.

A la vuelta de las compras, fingiría estar preocupada por un supuesto aspecto de cansancio de su hija, le ordenaría que descanse durante la tarde y le aconsejaría que se despreocupe por un rato de Pablito, porque ella lo sacaría a pasear.

El plan salió a la perfección. Gladys pasó a buscar a su nieto aparentando un falso paseo por el zoológico. Pablito conoció el Bosque a los cuatro meses de vida y sus padres se enteraron recién cuando el niño ya iba a la escuela primaria, en una confesión de Gladys durante un almuerzo familiar.

-¿Así que te vas hasta Rosario?

El taxista curioseó con cara de asombro. Pablo no logró percibir la mueca, continuaba mirando hacia el exterior del coche y pensando en su abuela. Pronunció un “si” seco y se imaginó alentando al Lobo en el ‘Gigante de Arroyito’.

-Ustedes no se cansan, eh. ¿Me podés decir a qué van hasta allá, con el equipo de mierda que tienen?

Pablo calló por unos segundos. Y, de manera inevitable, otra de las máximas de su abuela apareció para deambular por su cabeza: “Nunca derroches palabras que intenten explicar lo que nosotros sentimos por Gimnasia. Los que no son de Gimnasia, sean de hinchas de quien mierda sean, jamás van a poder imaginarse, ni siquiera acercarse a imaginar, lo que significa Gimnasia”.

Pablo observó el rostro del conductor…

-Sé muy bien para qué voy. Pero vos no me lo entenderías… ¿Cuánto te debo?

Esa noche, en la tribuna, rodeado de amigos, disfónico antes de que comience el partido, producto de cantar en el micro, percibió la manera en la que se le aceleraba el corazón, sintiendo algo de congoja por el desdichado tachero.

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