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Los argentinos son todos iguales (Sergio Olguín - Argentina)


El no era barra brava ni un hincha profesional. Se había pagado cada peso del viaje a Japón con el sudor de su frente.
Hacía seis meses que venía preparándose para acompañar a Boca a la Copa Mundial de Clubes. Desde que Riquelme la había clavado en el arco del Gremio en Porto Alegre, se prometió que iba a alentar a Tokio.
Y en esos seis meses había ahorrado plata, y hasta había retomado las clases de inglés abandonadas quince años antes.
En Tokio hacía frío. Para andar en la calle tenía que usar remera de dormir, una polera de algodón, encima la camiseta de Boca y la campera de invierno.
La camiseta de Boca ya tenía la firma de Ibarra, de Krupoviesa, de Marioni (todavía no sabía para qué se la había pedido) y de Battaglia. Así que la rutina en Tokio consistía en caminar las diez cuadras desde su hotel hasta donde paraba la delegación boquense. Se quedaba en la puerta con otros hinchas esperando el paso de los jugadores.

II


Esa tarde no había conseguido ni siquiera ver a un solo integrante del cuerpo técnico y además tenía hambre. Empezó a caminar en busca de un lugar para comer. Parte de su preparación previa al viaje había consistido en comer sushi. Las primeras veces le había dado arcadas. Tenía que evitar por todos los medios pensar que estaba comiendo pescado crudo.
En Tokio había descubierto algo maravilloso: había negocios de comida rápida como en Buenos Aires. Pero caminó durante media hora sin encontrar un mísero Mc Donald's. Cuando se dio cuenta, estaba en una esquina de Tokio rodeado de carteles incomprensibles y de gente que pasaba velozmente. No tenía idea de cómo volver hasta su hotel desde ahí. Estaba totalmente perdido.
Empezó a sentirse mareado entre tantos japoneses. En realidad, era un solo japonés que se repetía en todos los tamaños. Eran como clones idénticos más grandes o más chicos. Los japoneses eran todos iguales, pero las japonesas no.
Estaba transpirando. Antes de ponerse a gritar, sintió que una chica japonesa lo miraba fuerte. El se quedó como una estatua.
No estaba acostumbrado a que una mujer lo mirase así, ni en Tokio ni en Buenos Aires. Ella se acercó y le empezó a hablar en japonés. Se la veía alterada, sorprendida, incluso feliz. La chica nipona repetía algo así como “yuar, yuar”. Hasta que él se dio cuenta: “you are”.
-Vos sos... -le dijo ella en inglés- Diego Armando.
No dijo “Maradona”, dijo “Diego Armando”.
-¿Yo? -dijo él y se confundió ¿porque en vez de “me”, preguntó: “I”?.
-Diego Armando Maradona -insistió ella y agregó-. Soy yo, Diego, Harukichi, ¿te acordás de mí?
Y ella lo abrazó tan fuerte que decidió ser el Diego de Harukichi.



III


¿Pero cómo lo iba a confundir? Es cierto, tenía rulos y era morocho, y hasta tenía unos kilos de más, pero se parecía tanto a Diego como a Adrián Suar.
Harukichi hablaba muy rápido y él no entendía todo lo que decía. Pero entre las palabras comprendidas estaba “comida” y “feliz”. Así que se dejó arrastrar del brazo de ella por las calles de Tokio.
Entraron a un restaurante que tenía una enorme pecera en el fondo poblada de un cardumen de peces feísimos que se inflaban como globos. Los sentaron en una mesa cerca de la pecera y Harukichi le hizo varias preguntas que él no entendió pero a las que respondió “sí”. Cuando el mozo los atendió, ella pidió por los dos. El mozo fue hasta la pecera y con una red sacó uno de esos peces horribles. Ahora él sabía lo que iba a comer.
Por suerte, Harukichi también había pedido sake. A la cuarta copa, el pez globo le pareció riquísimo. A la quinta, entendía perfectamente a Harukichi.
La chica nipona tenía una belleza especial. Tal vez era su pelo cortito con mechas azules, tal vez eran sus orejas levemente grandes (una deformación laboral: Harukichi trabajaba en Sony probando auriculares), o tal vez era su remera ajustada que parecía crecer después de cada copa.
Del restaurante fueron a un bar. El nunca se había destacado cantando, pero no podía negarse a representar al país en ese karaoke. Cantó “Mi Buenos Aires querido” y más tarde “Yesterday” a dúo con Harukichi. La gente le pedía autógrafos y en todos ponía "el 10".
Cuando salieron del bar ya era la madrugada. Ella lo llevó hasta su departamento que quedaba en un piso 28. En la habitación él se sacó la camiseta de Argentina y cuando ella se sacó su remera descubrió que el sake no mentía: lo que había debajo era más llamativo que sus orejas levemente grandes.



IV


Despertarse en cama ajena siempre puede ser un problema. Sobre todo si quien te despierta no es la persona con la que fuiste a la cama, sino un nene de cinco años. Un chiquito de esa edad le golpeaba la cabeza con un Godzilla de plástico.
-Es tu hijo -le dijo Harukichi en un inglés clarísimo-. Le puse como vos: Diego Armando.
Recién ahí descubrió que en las paredes había fotos de Harukichi con un tipo de rulos que no era Maradona, y que tampoco era él. “Pobre Diego”, pensó imaginando los problemas del Diez cuando Harukichi hiciera pública la paternidad de su hijo.
-¿Y qué querés? -le preguntó él algo enojado-. ¿Dinero, que le dé mi apellido?
Ella negó con un gesto encantador.
-Con la plata que gano en Sony estoy bien. Él ya tiene tu nombre. Lo único que deseo es que sea como vos y algún día saque campeón del mundo al Urawa Red Diamonds.
Después del desayuno, el nene y él jugaron a la pelota en el living ante la mirada embelesada de Harukichi. Se fue de ese departamento con la promesa de reencontrarse con la chica nipona unas horas más tarde.
Al nene le regaló la camiseta de Boca. Le agregó su firma antes de dársela.

(Un gracias enorme a Sergio Olguín por autorizarme a publicar este cuento)

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