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Nino Landa que estás en los cielos (Francisco Mouat - Chile)


Ni el foul de tus intenciones podrá evitar la caída
cuando en la red de tus labios te acomode el primer gol
.
Bonano, Fattorini y Pettorosi


No hay vuelta: al destino le agradan las coincidencias, las repeticiones. Honorino Landa sólo confirmó la sentencia. Finteó con la muerte, gozó haciéndole sombreritos y uno que otro túnel, hasta intentó una pared corta en plena área chica para esquivarla. No pudo: se estrelló definitiva, dolorosamente con ella el 30 de Mayo de 1987, tendido en una cama del Hospital Barros Luco, a las cinco de la tarde, las mismas cinco de la tarde del 30 de Mayo de 1962, cuando Nino Landa dio el puntapié inicial del Mundial de Chile, a la Copa Jules Rimet, con las medias gachas, el jopo en la frente, las piernas gruesas y el gol a exactos cincuenta metros de su mirada.

Lo de Nino fue un pacto de amor con la pelota de fútbol, un encantamiento sin dobleces. De pequeño, cuando vivía interno en el Hispanoamericano, el menor de los Landa se divertía muchísimo con una bola en los pies a lo largo y a lo ancho de cualquier patio del colegio. Entre rezos y confesiones, los curas no tardaron en darse cuenta de que este muchacho tenía dotes excepcionales para el fútbol. Apenas acabó las humanidades lo llevaron a Unión Española con la certeza de que a Dios jamás se le ocurriría vetar esa decisión tan mundana como celestial.

Nino no defraudó: ni A Dios ni a los curas ni a nadie.

Debutó en Primera División en 1959 contra O’Higgins de Rancagua: tres veces metió la pelota en el arco de los contrarios. Ya nadie lo supo detener.

Félix Landa, hermano: “Hay tres clases de futbolistas: el rápido, el hábil y el inteligente. Nino tenía las tres características: muy rápido, muy hábil y muy inteligente. Por eso yo digo que es lejos el jugador más dotado que ha tenido el fútbol chileno”.

De pronto, Honorino se encontró con que era un joven de sólo diecinueve años al que la hinchada quería y celebraba porque era un gusto ver sus piques cortos, su manera cantinflesca de correr con la pelota imantada en el botín derecho que mareaba defensas, defensas irresolutos y desesperados que no podían adivinar si Nino trazaría líneas rectas o dibujaría cabriolas sobre el pasto de la cancha de turno.

Rosa Trepiana, cuñada: “Era un bailarín, una cosa impresionante cómo finteaba y corría y finteaba. Cuando metía un gol, todo el estadio aplaudía de pie sus genialidades”.

Veinticuatro tantos marcó Honorino en el campeonato nacional de 1961: goleador absoluto del torneo. Fernando Riera, entrenador de la selección chilena, no tuvo dudas: Landa llevaría la número 9 en el Mundial del 62. Al compás de Los Ramblers, del rock de la fiesta universal del deporte y el balón, Nino salió a la cancha y enfrentó a los suizos, alemanes, italianos, soviéticos y brasileños. No marcó un solo gol en el todo Mundial, y le dieron duro.

Honorino Landa: “No fracasé. Había que estar adentro, en la cancha, para comprender lo difícil que era enfrentar a las defensas europeas. Les aseguro que en los partidos con Alemania e Italia recibí más golpes que en dos años de campeonato local. Y eso habría lo de menos si después del quiscazo el camino se hubiese abierto, pero no se abrió. Lo importante en un equipo no es quién haga el gol, sino que se haga”.

A pesar de esa sequía goleadora, el teléfono de su casa debió desconectarse durante y después del Mundial porque había mujeres que llamaban a Nino todo el día para ofrecerle citas con romance incluido, mientras se llenaban bolsas y más bolsas con cartas de fans que le confesaban admiración.

Lucía Montenegro, secretaria: “Estupendo. Crespo, dientes lindos, piernas viriles, regio, rico. En mi pieza tenía afiches de Honorino Landa. Iba con mis amigas al estadio nada más que para verlo. A otras les gustaba Fouillioux, pero a mí no; muy blancuchento. Landa era de comérselo”.

Una fiesta en la cancha, Nino. Un deleite. Al arquero Pancho Fernández le bajaba los pantalones. Al Palitroque Rodenack le quitaba el gorro y salía con él arrancando por toda la cancha. A Colo Colo, en una Copa Libertadores, le metió un golazo y luego se fue por la pista de ceniza del estadio Nacional con la pelota dribleando carabineros ante el delirio de las tribunas: “Lo único que quería era hacer jugar a los pacos”, explicó más tarde. A Manuel Cuesta, legendario presidente de la rama de fútbol de Unión Española, le robó el vaso en que guardaba su ojo de vidrio: “estaba ahí, delante de mí, flotando, y uno no podía dejar de mirarlo. Después se lo devolví”.

Honorino Landa: “Mi desplante tiene mucho de afición a jugarme carriles, a desafiar incluso la lógica sin pensar mucho en las consecuencias. No me tomo el fútbol a la tremenda. Ni tan adentro que te quemes, ni tan afuera que te hieles. La verdad es que yo no puedo tomar nada a la desesperada. No está en mí. Me siguen cargando los tontos graves, los que no saben ponerle un poquito de pimienta a las cosas. Por ejemplo, jugar a canillas peladas obliga a aguzar el ingenio para eludir los raspones. Por último, nadie es tan malo que le vaya a dar un quiscazo a una pierna desnuda sin pensarlo dos veces”.

Las gracias y el talento de Nino se repartieron luego entre el Mundial del 66 (se perdió un gol increíble contra Corea), Green Cross, Huachipato, La Serena, Magallanes, Aviación y Unión Española. Abandonó el fútbol activo en 1975. Fumaba Lucky sin filtro. Jamás se desentendió de la pelota. Hizo un curso de entrenador y trabajó con sus hermanos en el criadero de pollos Navarra, bautizado asó en homenaje a la región hispana desde donde zarpó su padre hacia Chile a mediados de los treinta. Fue director técnico de las divisiones inferiores y del primer equipo de Unión Española, y más adelante jugó con sus amigos de barrio defendiendo los colores del club Tato Rojas.

A fines del año 86 asomó el cáncer. Fulminante. Asunto de siete meses.

Tendido en una cama del hospital Barros Luco, Honorino Landa murió el 30 de Mayo de 1987 a las cinco de la tarde en punto.

Todos lloraron a Nino. En el estadio Santa Laura, en el preludio de un partido entre Universidad Católica y Everton hubo silencio durante un minuto. Y después un gran aplauso. Jota Eme resumió el sentimiento de los hinchas: “Este es nuestro último aplauso para ti, crack, crack, crack”.

Al cementerio llegó una enorme columna. Allí estaban su canoso y octogenario profesor de castellano, el vendedor de calugas de Santa Laura, los compañeros del Mundial del 62. Tristes, todos ellos avanzaron en silencio tras la urna de Nino mientras una trompeta ejecutaba “Yo tenía un camarada”.

Ya no más malabares. Ya no más verónicas a la entrada del área.

(texto publicado en el libro “Nuevas cosas del fútbol”, de Francisco Mouat, Ediciones B, Santiago de Chile, 2002)

3 comentarios:

max dijo...

todo lo que se expresa sobre el NINO es poco.Los que tuvimos el privilegio de verlo jugar agradecemos las alegrias que nos produjo en esas tardes de inspiracion en que el estadio se ponia de pie para aplaudir sus jugadas y los hermosos goles que hizo

Totonet dijo...

Gracias por tu aporte y tu visita Max.
Un saludo cordial.

Anónimo dijo...

este título también es para ti Honorino! Vamos Unión