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¿Cuánto vale un fútbol? (Osmar Ricardo Coronel - Argentina)


En calles de tierra, terrenos baldíos, plazas, patios de las casas o de las escuelas, cualquier descampado donde hubiera algún terreno llano, esos que llamábamos campitos, eran ideales para armar una de esas canchitas improvisadas. Esas en las que los arcos se hacían con los más variados elementos para marcar o tener alguna referencia, como algún buzo o una pilcha que nos sacábamos para tal ocasión, dos cascotes, dos ladrillos o cualquier objeto que hubiera en las inmediaciones y que sirviera para marcar los palos. La altura era imaginaria, ya que se adaptaba de acuerdo al tamaño del arquero. Ahí nos juntábamos para esos picados que disputábamos con los amigos del barrio o compañeros de escuela. Para elegir los compañeros de cuadro había que pisar y el que ganaba la pisada empezaba a formar su equipo eligiendo al mejor para su bando, pero a veces no era así. Como dice el Negro Dolina, “es mejor perder con amigos que ganar con conocidos”. Esos picados eran diarios y no importaba ni el horario ni con qué pelota se jugaba. Casi siempre eran pelotas de trapo o de goma, rayadas, rojas y amarillas, eran saltarinas y rebotaban demasiado. Con esas pelotas más de uno de nosotros aprendimos a cabecear, a pararla de pecho y a pegarle con derecha e izquierda. Con esas pelotas mejorábamos instintivamente nuestras técnicas ya que jugando en conjunto, o solos contra alguna pared donde pateábamos, cabeceábamos y jugábamos con nuestra imaginación y soñábamos que éramos el gran goleador de moda. O nos arrojábamos al piso después del rebote en la pared haciendo la mejor volada para que en nuestro relato también imaginario anunciáramos que éramos el mejor arquero del momento, esos que solo conocíamos a través de la radio en los relatos de Fioravanti, Muñoz o algún otro relator no tan conocido. O también por los comentarios de la histórica revista El Gráfico, que tan ansiosamente esperábamos semana a semana en el interior, como si fuese un deber obligatorio de nuestras vivencias cotidianas.
Nos pasábamos horas enteras compartiendo ese juego de pelota, sí, con esas pelotas de trapos o de goma, porque de un “fútbol” de esos de cuero en que se jugaban los partidos en serio, ni hablar, debido a que eran muy pocos los que lo tenían. Eran muy caros y no todos lo podían comprar, ya que estaban lejos del alcance del bolsillo de la mayoría. Y si alguno lo tenía lo usaba en circunstancias o partidos especiales. Los “fútbol” eran de cuero cosido a mano, con gajos alargados con cámaras de goma. Eran mucho más pesados que los de ahora y cuando se mojaban se hacía muy difícil patearlos o cabecearlos ya que el peso aumentaba considerablemente. Para que duraran más había que mantenerlos. Se utilizaban recetas caseras. Por ejemplo, se les pasaba grasa vacuna o pomada para los zapatos por el cuero y por las costuras después de cada partido. Se debía dejar descansar durante la noche para que el tratamiento hiciera efecto.
Más de una vez intentamos hacer una vaquita entre los amigos para comprar un “fútbol”, pero casi siempre quedábamos en el intento porque no todos los padres estaban en condiciones de aportar sus chirolas para satisfacer los gustos de sus hijos. Cuántos sacrificios nos costó tener nuestro primer fútbol. Fuimos juntando de a poco, hasta hicimos una rifa que como premio principal daba una canasta de comestibles con los productos que le robamos a las viejas. Cuando ya teníamos casi todo el dinero ocurrió algo emocionante para el grupo. Carlos y Pedro, junto a su mamá y su papá, se iban a Buenos Aires. El motivo era el casamiento de una hermana de su madre, que hacía un par de años que vivía con los abuelos maternos en esa majestuosa ciudad. Así que los Vilas iban a estar más de una semana en la Capital. Esa ciudad que todos imaginábamos y soñábamos, primero en conocerla y después en triunfar en ella, porque ahí estaba y está todo y más de lo que uno podía imaginar.
Por sugerencia de nuestros padres, le dimos la plata de nuestros ahorros al papá de Carlitos y Pedrito para que nos compraran el fútbol en la Capi, porque según los entendidos ahí lo iban a conseguir más barato y de mejor calidad que a aquí, en Bulnes, en la provincia de Córdoba.
La emoción nos invadió a todos, ya que ellos eran los primeros de la barra que viajaban a la gran ciudad; eran solo ellos dos pero parecía que todos los de la barra viajábamos, y era tanta la ansiedad que teníamos que en los días previos íbamos mucho más seguido a la casa de los Vilas. En realidad todos los envidiábamos, todos hubiésemos querido viajar en su lugar ya que estábamos más ansiosos que ellos.
La tía de los hermanos Vilas, que se llamaba Mónica, se casaba el día 5 de Diciembre de 1964 pero ya el jueves 26 de Noviembre a la noche, todos nos dimos cita en la estación de tren. Ese días, a las 21.30 hs, viajaba la familia Vilas rumbo a Vicuña Mackenna. Ahí deberían esperar un poco más de una hora para tomar el tren que se llamaba El Zonda, que era el que hacía el recorrido de Mendoza a Retiro.
Todos los integrantes de la barra fuimos a la estación a despedirnos, lo hicimos como 10.000 veces y a cada rato no dejamos de reiterarles que no se olvidaran de comprar el “fútbol”.
Los días sucesivos, cuando nos juntábamos con los muchachos en nuestra canchita, la conversación casi se limitaba a Carlitos y Pedrito, y sobre qué estarían haciendo en ese momento, con quién estarían, si habrían ido a jugar al fútbol, si los habían llevado a conocer algunos de los estadios más renombrados, sobre todo la Bombonera, ya que ambos eran bosteros de alma.
El 8 de Diciembre todos nos levantamos bien temprano, más de lo que estábamos acostumbrados para ir al colegio por la mañana, y puntualmente concurrimos a la estación ya que las 7 era el horario de llegada del tren en el que supuestamente arribarían los hermanos Vilas. Ese día, por fin tendríamos un “fútbol”, un “fútbol” soñado, un N° 5 y que ya previamente en una charla habíamos acordado que solamente lo utilizaríamos en la canchita del barrio, en los sábados o feriados como para que nos aguante más, para durara más tiempo. También ya se había preestablecido quién tendría el “fútbol” cada semana, estaba todo muy bien organizado.
Parecía que los minutos transcurrían más lentamente que lo habitual y a medida que se acercaba el horario previsto nos poníamos muy pesados e intolerantes. A cada rato le preguntábamos al boletero cuánto faltaba para que llegase el tren. Cuando nos informó que vendría con más de una hora de retraso lo queríamos matar, rezongamos y decidimos hacer un bollito de papel y armamos un picadito en el andén del ferrocarril como para matar el tiempo.
Al rato se escuchó un grito que anunciaba: “Allá viene”, refiriéndose al tren que estaba llegando. Era como las 8.30 cuando la locomotora se detuvo en la estación; los pasajeros descendían y ascendían, a nosotros no nos daban los ojos para mirar en qué vagón se bajarían los hermanos, hasta que en un momento escuchamos un grito. Eran ellos, que antes de saludarnos gritaban: “Fuimos a ver Boca-River, nos llevó el tío Gustavo”. Nosotros observábamos confundidos, sin entender nada. Estábamos contentos, envidiosos y no sabíamos qué decir. Luego de los abrazos y saludos correspondientes los acompañamos hasta su casa, que quedaba a unos 50 metros, ahí nomás cruzando la calle de la estación del ferrocarril.
Los hermanos Vilas, todavía con la excitación provocada por las vivencias en la Capital, no encontraban las palabras adecuadas para describir con precisión lo que habían vivido en la ciudad. Empezaban a contar algo y no lo terminaban porque se les mezclaban los recuerdos y al final no se sabía qué querían contar. Y como no se entendía nada, parecía que nunca se conocería el final de cada historia.
Hasta que alguien preguntó: “¿Cómo es que fueron a la Bombonera? Pero explíquenlo tranquilos así lo entendemos todos”. Mientras que otro de la barra les preguntó: “¿Y? ¿Y el ‘fútbol’?”. “Dejen contar y ya le explicaremos que paso con el fútbol”, contestó Carlitos, el mayor de los hermanos.
Ante nuestra ansiedad y preocupación por saber del fútbol empezaron a relatar lo vivido en la Capital. Pedro fue quien tomó la posta.
“El viernes a la mañana, cuando llegamos, nos fuimos en colectivo hasta la casa de mi tía, que vive con mis abuelos en el barrio de Constitución. Ellos estaban muy contentos con nuestra llegada ya que hacía tiempo que no nos veíamos. Nos acomodaron en la pieza, nos lavamos y con mi hermano queríamos salir al instante pero mi papá nos retó. Entonces no nos quedó más remedio que quedarnos a conversar con la tía y los abuelos. Entre charla y charla se hicieron como las dos de la tarde, a esa hora recién empezábamos a prepararnos para comer.
De pronto se escuchó un timbre, era en el portero eléctrico del edificio. Nuestra tía atendió y poco tiempo después apareció Hugo, quien sería nuestro nuevo tío. Luego de las presentaciones correspondientes nos preguntó de qué equipo éramos hinchas. Al contestarle que los dos (o mejor dicho los tres, sumando a papá) éramos de Boca, nos miró y nos preguntó si queríamos ir a la Bombonera a ver Boca-River. Él era integrante de “La 12” (se la denomina así a la hinchada más seguidora de los Xeneizes) y podía conseguir unas entradas, siempre y cuando nuestro padre nos acompañara. Fue así que tras rogarle un poco a la vieja, mi padre aceptó la invitación. Fuimos a la cancha el domingo 29 de Noviembre a ver Boca-River. Salimos del departamento bien temprano, a eso de las 11 hs. El partido empezaba a las 4.30 de la tarde. Mientras nos acercábamos a la Bombonera observábamos que había muchas casas de chapa con banderas, casi todas de colores azul y amarillo, lo que marcaba lo bostero del barrio.
Nuestro tío nos explicó que a esas casas se las llamaba conventillos y que habían sido y eran viviendas que usaban los inmigrantes que llegaban a Buenos Aires por el puerto, y que en su mayoría eran tanos que se habían radicado en el barrio de la Boca. Casi todos se habían hecho hinchas del club de la ribera. También nos contó que era por esa descendencia italiana que el barrio estaba lleno de cantinas y pizzerías. Cuando llegamos a la mítica Bombonera nos impactó como nada antes, era más linda que en las fotos que salían en “El Gráfico”. Estaba hermosa. Nos ubicamos en la tribuna popular junto a la barra de Boca. Era muy temprano y faltaban como tres horas para que comenzara el clásico, pero desde temprano “la doce” empezó a cantar y a saltar, la tribuna se movía. Al principio nos dio miedo pero después te acostumbras, y te prendés en los saltos y cánticos como si fueras uno más.
Cuando entraron los equipos, explotaron las dos tribunas, había petardos, bombas de estruendos y el espectáculo era impresionante. Nos cuesta mucho explicar lo que sentimos en ese momento. Desde el comienzo, nuestra hinchada gritaba, cantaba y alentaba con mucha fuerza y pasión. Con ese “dale Boca, dale Boca”, “hijos nuestros”, y “el que no salta es gallina”, la de River contestaba pero nosotros no entendíamos mucho esos cánticos.
Pero cuando Artime hizo el gol para River nos quedamos todos mudos, al ratito empezamos a alentar más que nunca, parecía que íbamos ganando. ¡Uy!, cuando empató el Beto Menéndez la cancha parecía que se venía abajo. Qué lindo era ver que cuando cantaba una tribuna la otra le contestaba y retumbaba. Es como dicen todos, es inolvidable”
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Carlos interrumpió y dijo: “Boca formó con Roma, Silvero, Marzolini, Simeone, Rattin y Orlando, Ferreira, Menéndez, Valentín, Grillo y González. Fueron los directores técnicos Adolfo Pedernera y Aristóbulo del Valle. Para River jugaron Carrizo, Ramos Delgado, Matosas, Saiz, Cap, Varacka, Solari, Fernández, Artime, Ermindo Onega y Cubilla. El director técnico era Carlos Peucelle, y el árbitro Aurelio Bosolino. Los goles los hicieron Luis Artime, que abrió el marcador a los 10´. Y a los 55´ empató el ‘Beto’ Menéndez”.
Volvió a tomar la palabra Pedro: “Pero para nosotros lo mejor del partido llegó a los 25 minutos del segundo tiempo, cuando en un rechazo de Simeone la pelota cayó en la tribuna y muy cerca de donde estábamos ubicados nosotros. La agarró un señor y mi tío se la pidió. Este se la entregó y mi tío gritó: ‘Quién tiene una aguja o un pico’. Y casi al instante apareció uno con el cual desinfló el ‘fútbol’ y se lo guardó debajo de la camisa. Cuando llegamos a casa nos regaló la pelota diciendo que la lleváramos de recuerdo y aquí esta, es esta -la levantaba y nos mostraba-. Solo hay que inflarla. Y aparte compramos esta otra -que también mostraron- y nos sobró plata”.
“Así -dijo Miguel, el más pequeño de la barra- que una la usaremos para jugar todos los días y la otra para los fines de semana, cuando tengamos partidos importantes, o sea con los otros barrios”. A lo que casi todos respondimos a coro: ”Buena idea”.
Pero Alberto, que era uno de los mayores y uno de los pocos que ya iba al secundario, tenía 14 años y era muy inteligente, dijo: “¡Esperen! Yo propongo que la pelota nueva la usemos solo los sábados en la canchita, como habíamos quedado antes de saber que íbamos a tener dos ‘fútbol‘, y a la pelota con la que jugaron el clásico le podríamos hacer un cartelito que diga ‘Gracias Cholo Simeone por este regalo tan hermoso‘ y ponerle un pergamino que diga más o menos así: ‘Con este fútbol hicieron goles Luis Artime y el Beto Menéndez, a este fútbol lo acariciaron jugadores como Onega y Grillo, y lo tuvieron en sus manos Carrizo y Roma, porque con este fútbol empataron uno a uno Boca y River en el clásico del año 1964 en la Bombonera‘. Además propongo que lo tengamos una semana cada uno de nosotros en nuestras casas, como hacen nuestras viejas con las Vírgenes en el tiempo de las novenas y así podemos venerarla, tocarla y disfrutarla. Ya que no cualquiera tiene el privilegio de tocar o ver un ‘fútbol‘ con el que se haya jugado un superclásico, y mucho más si se vive en el interior, en un pueblo que ni en el mapa figura”.
Nos miramos entre todos y dijimos que sí, que haríamos eso, pero en ese momento saltó Luis, que tenía espíritu de comerciante, y dijo: “¿Y si cobramos una entrada a todos los que lo quieran ver, y con eso a lo mejor podemos comprar otro ‘fútbol‘?”. Su moción fue aprobada por amplia mayoría.
Pasaban los días y los hermanos Vilas seguían contando diferentes cosas que habían hecho en la Capital, anécdotas, los lugares nuevos que habían conocido, esos recuerdos que permanecerían durante toda la vida en ese archivo privilegiado de sus mentes y a su vez reteniendo por mucho tiempo esas imágenes en sus retinas.
Luis tenía razón, ya que al cabo de 3 meses logramos recaudar para comprar otra pelota de fútbol número 5 debido a que todo el pueblo tenía la curiosidad de verla.
Al poco tiempo vinieron a visitar a los Vilas su tío Hugo y su tía Mónica. El tío se aparecía a cada rato por nuestra canchita del barrio, se sentaba sobre la gramilla y nos contaba esas historias de tribuna, sobre todo de la Bombonera, y de esos partidos inolvidables que él había visto y vivido como hincha. Este pasó a ser nuestro ídolo, por sus historias de fútbol y todos esos jugadores que conocía por haberlos visto jugar, esos que eran nuestros personajes que parecían de fantasía, esos ídolos tan lejanos a los que soñábamos parecernos cuando fuéramos grandes.
El “fútbol” era muy caro para el bolsillo de la mayoría, por eso nuestro primer fútbol fue el tesoro más preciado, al que cuidamos y venerábamos todos los días. Ya que esa pelota de fútbol nos había costado mucho. Porque antes casi no existía para los pibes de tierra adentro. ¿Cuánto costaba un “fútbol”?
Muchas, muchas chirolas costaba.

(Mi agradecimiento a Osmar por autorizarme a publicar este cuento incluído en su hermoso libro “Cuentos de fútbol chacarero y alguna animalada más", publicado por Editorial Dunken en Diciembre del 2005)

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