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El visitante (Elvio Gandolfo - Argentina)


El auto hizo un rulo de una cuadra, para después tomar por Cafferata. Manejaba mi hermano Carlos. Yo iba al lado. Atrás venía Mario. Los dos me habían llevado hasta la estación, a sacar pasaje para Retiro, al otro día. Era de noche, y la zona entera respiraba, entre aire y oscuridad y luces eléctricas, después del calor y el sol del día. Cuando llegó a Córdoba, mi hermano dobló, hacia el centro. Era un coche bastante amplio, cómodo, donde uno podía, por ejemplo, acomodar el codo con tranquilidad sobre el borde de la ventanilla, y echar el otro brazo por sobre el respaldo del asiento, sin molestar.

Sobre la izquierda iban desfilando los elementos absurdos del baldío inmenso en que se convirtieron los viejos terrenos del ferrocarril: estatuas de plaza arrumbadas, todas juntas, una especie de laguito. Ya hacia el fin se veía el perfil de la colorida y gigantesca estructura de hojalata (al menos eso parecía) cuyo escultor (por así llamarle) la había, desde luego, regalado a la ciudad.

Sobre el costado derecho, empezó a desfilar un murito bajo pintado de blanco, detrás del cual se veían canchas deportivas. Era uno de esos múltiples trozos de la ciudad que están idénticos a cuando yo vivía allí, hace más de veinte años. Sonriendo, mi hermano Carlos lo señaló con la cabeza. Íbamos despacio, con una serena marcha de paseo en la noche.

-¿Sabés que pasó aquí? -dijo-.

-No -le contesté-.

Mi hermano Carlos, con la voz levemente gangosa, tranquilo como la marcha del coche, hizo un movimiento de cabeza hacia atrás:

-Contále, Mario -dijo-, como si fuera un mafioso que da una breve orden a otro, para que hable de asuntos de la Familia.

La voz de mi hermano Mario, atrás, casi recostado a lo largo del asiento trasero, llegó con la precisión y la calma informativa de un documental del National Geographic:

-Acá se jugó el primer clásico -dijo-, mientras se acercaba el final del murito blanco. Que pareció sin embargo seguir desfilando, empalmado en la voz de mi hermano Mario, que me contaba cómo había ganado Ñuls, quién había hecho el gol, en qué minuto de qué tiempo.

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En mi familia somos todos de Ñuls. Somos seis hermanos y hermanas, y la verdad es que desconozco sí alguno o alguna no piensan lo que yo pensaba hasta hace algunos años. Cuando en cualquiera de las tres ciudades que más he frecuentado, incluida Rosario, me preguntaban de qué cuadro era, decía: “De Ñuls”, o “De Ñúbel”, para después aclarar:

-Lo que pasa que en mi familia son todos de Ñúbel, y para no armar todavía más lío en los almuerzos, yo también.

Ñúbel es uno de los dos cuadros grandes de Rosario, El otro, con el que jugó aquel primer clásico detrás del murito, es Rosario Central. Astuto, el que bautizó el cuadro. Porque en realidad Ñúbel se llama Newell's Old Boys, en inglés, abreviable a Ñúbel, o Ñuls. Mientras que el otro, que seguirá siendo el otro a lo largo de esto que estoy contando, eligió el nombre de la propia ciudad y le agregó ese “Central” que no cuesta asociar (a esta altura ya reconozco plenamente que soy de Ñuls, no sólo para no armar lío en los almuerzos) con un intento de ganar por adelantado, antes de salir a la cancha. A esta altura tampoco me cuesta nada menear la cabeza y agregar, mental o verbalmente: “Así son ellos”.

A los de Ñuls nos dicen “leprosos”. A los de Central, “canallas”. Cada hinchada lleva con orgullo la palabra. El origen, no sé si anterior o posterior al primer clásico, fue el pedido de un leprosario, para que los dos equipos jugaran un amistoso en pro de la institución. Los de Ñuls, los “leprosos” desde entonces, aceptaron. Los de Central, “canallas”, no.



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No recuerdo con ninguna precisión cuándo empecé a pensar que soy de Ñúbel, y que no sólo lo soy para no armar líos (siendo canalla, o de Boca, o de Peñarol) en los almuerzos familiares.

A lo mejor fue la ropa. Porque de hecho detesto los colores azul y amarillo huevo, en lo cual incluyo, desde luego, a Boca. Salvo que estén en su lugar: un cartelón, un parque de diversiones, algún circo. Pero sin necesidad de pasar el eje por el fútbol, una vez que pude comprarme la ropa eligiéndola yo (algo no tan lejano como podría creerse, por cuestiones que van desde el nivel socioeconómico hasta la edad), descubría, al principio sin entender, que cuando llegaba ahora de visita a Rosario, sin vivir allí, mis hermanos me trataban con insólita deferencia. Murmuraban con una sonrisa de placer, por ejemplo: “Muy bien, muy bien”. O alzaban un poco un puño y decían: “Arriba, Elvio”. Al principio creía que era el corte, la elegancia, incluso (a tal punto llegaba mi despiste) la “percha”.

Un día directamente le pregunté, no sé si a Carlos o Mario, por qué se sonreía. Se limitó a señalar el pantalón negro, el saco negro, la remera roja. “Los colores que deben ser”, dijo, sonriendo todavía más. Cuando regresé a Buenos Aires, me di cuenta, retrospectivamente, que siempre, cuando había elegido, elegí o camisas multicolores, de diseño entreverado o, en caso de color liso, el rojo y el negro.

Habría aquí otra posibilidad. Siendo mi padre tipógrafo, y su propio padre naturista, y todos nosotros, de alguna manera, lejana o cercana, imprenteros, la elección podría ser, ancestralmente, la de los colores anarquistas. No veo la contradicción. No veo por qué no hay una línea que viene desde hace siglos, haciéndome elegir esos colores, y otra, más cercana, que sin embargo no se mezcla, haciéndomelos elegir, impensadamente, como colores de Ñul.

Además están las asociaciones. Sería terriblemente largo de explicar, pero los cuatro o cinco cambios importantes de mi vida tuvieron que ver con la sangre (desde un espectacular accidente en una bicicleta, hasta una hemorragia nasal: vamos a no exagerar). Me gusta la noche, incluso cerrada. Pido la ensalada sin huevo, en general. El color azul del cielo me gusta mucho, pero aprendí que es casi imposible reproducirlo fuera del cielo mismo, sobre todo en una camiseta de fútbol o en una bandera.

Incluso en mi área, la literaria, seguramente no habría ni siquiera abierto un libro de Stendhal que se llamara El azul y el amarillo. De sólo escribirlo, se me eriza la piel ante semejante muestra (imaginaria) de mal gusto.



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Honestamente, veo poquísimo fútbol. Por una razón simple: me gusta ver buenos partidos. Por desgracia, al menos en mi vida de espectador, la mayoría de los partidos son cuestiones increíblemente chauchonas, donde un equipo parece competir con el otro en la elección de una estrategia impecable destinada a no ofrecer ni emoción, ni goles, ni pases, ni gambetas, aunque a veces sí mucha mala onda.

La idea de ver, a lo largo de años, todos esos partidos inclasificables (no son de primera, de segunda, ni de tercera: son nada) me resulta intolerable. Pero como estuve yendo de visita en los últimos dos o tres años con frecuencia a Rosario, y pude ir viendo a y hablando con mis dos hermanos que siguen allí, entendí que a ellos no sólo no los haga sufrir, sino que desplieguen entrecruzamientos temáticos múltiples (el estado de las finanzas del club, el probable homosexualismo de un jugador que pateó a la luna en vez del arco, el historial monstruoso del referí, los vínculos laberínticos que unen los dirigentes al más deteriorado menemismo) a partir de jugadas tan aburridas como chupar un carozo de durazno durante ocho horas.



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Además he jugado poquísimo fútbol. De todos los deportes, de chico practiqué el basket. Hubo una vez, sin embargo, cuando uno ya ha superado las grandes y putas barreras, o ha quedado aplastado definitivamente por ellas (a eso de los 30, de los 35), cuando uno ya dice “ma' sí”, en que jugué un partidito. Éramos el personal de un semanario, bajo el cielo gris de una estancia muy abandonada, cerca de Pan de Azúcar, en Uruguay. Esperábamos un lechón a las brasas que traerían de otro lado, y hablaron de hacer un partidito. Me sentí muy tentado de abrirme: excedido de peso, con lentes. Pero había cargadas, pullas como diría un español, así que me arremangué las botamangas, me saqué los lentes y los dejé en otra parte y empecé a correr. Para mí ver el mundo borroso siempre tiene algo de maravilla, de descanso. Creo que justamente ver como borrones tanto a los compañeros como los contrarios, me hizo gambetear milagrosamente, aprovechar la fabulosa panza y torpeza del arquero, y meter un gol.



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Cuando uno camina por Oroño en el Parque Independencia, no hay ningún otro sitio de la ciudad, ni tal vez tampoco del mundo, que se le parezca. Sobre todo un par de horas después del atardecer, con los árboles muy grandes que se pierden hacía arriba, y el plano liso y enorme del macadam negro, con poco tráfico y, a veces, como aquella noche, un par de tipos más que, como nosotros, caminaban con ese caminar rápido, enérgico con que uno camina cuando empieza a acercarse a la estatua de Belgrano que corta el plano negro de alquitrán, o sea al laguito, y reconoce, como reconoció Mario, quiénes son los que van adelante, como apurados, pero porque sí, imposibles de alcanzar.

-Mirá, mirá, Rodríguez -dijo, reconociéndolo-. Es un fanático de Ñúbel -dijo, con un tono como de admiración pero con un matiz de humor-. Iba siempre a las prácticas, pero terminaron por prohibírselo. Porque se calentaba cuando los jugadores jugaban mal, o no rendían, y los agarraba a trompadas.

¿Y si fuera otro? ¿Si fuera de los otros? ¿Si fuera canalla, de Central? Pero no: imposible, hay muchas cosas aparte de los colores. Hay toda una constelación de cosas para mí inaceptables y que deben de ser, calculo, admirables para ellos, para los otros. Como, por ejemplo, convencer a alguien desde la cuna, blandito por así llamarle, de que se haga canalla. Como, por ejemplo, aquella bellísima mujer que, sin mucha convicción me dijo que era de Central, y después me aclaró que era porque un electricista canalla que había ido a arreglar una instalación a la casa, la había meloneado de chiquita día tras día, hasta convencerla. Y no pude dejar de sentir una levísima tristeza por ella. O aquel abuelo calabrés que en el lecho de muerte, instantes antes de estirar la pata, se había aferrado al brazo de una nieta y le había dicho que él sólo podía partir tranquilo, libre, si se iba sabiendo que su nieta, ya para siempre, era de Central. Ante incontables anécdotas de esa índole mis hermanos y yo solemos menear la cabeza disconformes, casi como si no hiciera falta explicar nada más pan dejar en claro por qué ellos, los otros, son de Central, y nosotros de Ñuls.



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A todo esto, siendo de Ñúbel, ¿vi muchos partidos de Ñúbel ahí, en la cancha, y no por televisión? No demasiados, pero en la mejor época, la del Profeta, la del loco Bielsa, la época que cambió al cuadro y que lo transformó en un equivalente del Ayatollah Jomeini para el Sha y los yanquis, es decir para Central y sus hinchas. Cuando se dieron vuelta las hinchadas, cuando, según un sociólogo de Ñuls, las masas de pobres que vinieron del Norte a trabajar en el boom de la construcción de Rosario terminaron por ser de Ñúbel por el sutil rechazo de los canallas, demasiado oriundos, demasiado rosarinos. Cuando empezó a haber dos barras bravas.

Era una semifinal y el loco Bielsa, como hacía siempre, gritaba desde el costado de la cancha. Y había tanta gente que en muchos momentos, en un partido que no fue nada del otro mundo, la punta de mis pies dejaba de tocar el suelo y era alzado, levantado, apretado, comprimido, por la multitud. Y el loco seguía gritando hasta que, como pasaba casi siempre, el réferi lo echó, ordenó que el loco se fuera de la cancha y se dejara de gritar. Y el Profeta obedeció aparentemente y se fue al túnel, pero no bien había desaparecido cuando sólo su cabeza se asomó por sobre la línea horizontal de entrada y allí, como un dibujo animado, haciendo esfuerzos por no agitar los brazos y hacerse demasiado notorio, siguió gritando, marcando, ordenando.



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Desde hace años, como corresponde, el Profeta vive en el exilio, no en su tierra, en su ciudad. Y allí, además de tomar a otro cuadro y llevarlo hacia arriba, pudo al fin conocer la calma, sentir que se le aflojaba un poco la tensión permanente que tenía en el hígado, concretamente como si un zorro se lo estuviera royendo todo el tiempo, por el destino de Ñuls. Como un mordisco, un roer constante, imparable, sin dejarlo dormir, y él por lo tanto sin dejar dormir, ni comer, ni respirar a nadie con tal de presionar y ganar y meter el gol y ocupar terreno todo el tiempo. Estudiando al contrario como un mecánico estudia una máquina, tornillo por tornillo, y cómo se combinan, y cómo mueven un brazo, y un engranaje y una rueda, para trancarla, para pararla, para ganar.



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Los años pasan, las cosas se desvían para acá, para allá. Fui o vine seguido a Rosario durante los dos últimos años, conversé, hablamos de Ñúbel con mis hermanos. Cuando les leí las primeras páginas de esto, todo era indetenible: el conocimiento de los matices, de los nombres, de las épocas, de las capas geológicas envolvía las escasas páginas como innumerables frazadas, tules, enriqueciéndolas, aumentando el volumen, matizando, reconociendo errores, goles en contra, épocas nefastas, dirigentes carcomidos hasta la médula, y victorias, brillos, goces estentóreos o silenciosos, disfrutados en el recato mimoso de la victoria aplastante. Como los años pasan, y las cosas se desvían, bien podría dejar de venir, así como un día empecé a venir más y por lo tanto a empaparme, sin dejar de ser un visitante. Por ahora lo que registro es esto, acepto las cosas que llegan y las que se van, sin que las que desaparecen formen un pesado manto sobre las nuevas. No siento ese sufrimiento espantoso, terrible que a veces carcome las mejillas de los canallas cuando pierden, sobre todo con nosotros. Esas ocasiones en que quedan con los bigotes lacios, ferruginosos, caídos, amargados hasta la médula, destruidos por un dolor sordo, ceniciento, tal vez el rasgo que más les he admirado siempre. Esa cosa sufrida hasta el hueso, opaca, esperando de nuevo el triunfo, la alegría bárbara de derrotar al otro, a Ñúbel. Más que el triunfo en sí, la necesidad de que exista Ñúbel, y no cualquier otro cuadro. A tal punto que cabría preguntarse si existiría Central en caso de no existir los leprosos como desafío, como camorra de una forma de vida y de pensar tan distinta, una vida que incluye la posibilidad de existir sin Central. La necesidad de que existamos para existir ellos, para que estén siempre las ganas de la derrota nuestra más que las del triunfo a secas, con cualquier otro cuadro. El placer, por ejemplo, de imaginar aquella vieja película de Maradona jugando de pibe, amasándola, moviéndola, acariciándola, alegre, con una camiseta de Ñúbel, aplicada con computadora, sin falsificar demasiado las cosas, porque el rojo y el negro lo estaban esperando lejos, sin presionar, sin insistir demasiado, más allá de años y desvíos.

(Mi agradecimiento al maestro Elvio Gandolfo, por permitirme publicar este cuento incluido en el libro “Cuentos de fútbol argentino” -Alfaguara-)

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